21 julio 2005

Los problemas de la Unión Europea

Artículo de Piotr Romanov, interesante como todos los suyos, publicado por RIA-Novosti el 27-6-2005

En una ocasión Trotski observó que las situaciones desagradables vienen cuando en política, como en gramática, se empiezan a confundir los tiempos pasado y futuro. Habrá que creerle, porque más de una vez el propio Lev Davidovich tuvo que correr delante de la locomotora.

La idea de construir una casa común europea no es nueva. Entre sus primeros "proyectistas" está nuestro zar Alejandro I. A decir verdad no fue un Cristobal Colón en este ámbito. Incluso su principal rival, Napoleón, trató de crear algo común para Europa. El corso soñaba ser el jefe de una Europa unida, fundada sobre bases confederativas, donde la vida, dejando de lado todas las particularidades nacionales y tradiciones de los pueblos, se basara exclusivamente en el código napoleónico.

Incluso antes de esto se pensó en una Europa unida futura. Se suele recordar a menudo el tratado de William Penn "Experiencia en relación al mundo presente y futuro en Europa por medio de la fundación de un Congreso europeo, parlamento y Cámara de estados", editado en 1693. Sobre el mismo tema escribió el abad francés Saint Pierre, que propuso un acuerdo internacional para la formación de una confederación europea de potencias dirigida por un consejo permanente. más tarde, en 1782, estas ideas las desarrolló Russeau en su trabajo "Juicio sobre el mundo eterno". Pero todos ellos fueron teóricos. De los mencionados anteriormente sólo se puede relacionar con la práctica al cuáquero inglés Penn, fundador del estado de Pensilvania (en 1862, como pago de deudas recibió de Carlos II una colonia privada). Sin embargo no tenía relación con la política europea, y apenas se dedicó a resolver los conflictos entre los recién llegados del viejo continente y los indios americanos.

La idea de una casa europea, en la que todo se resolviese "a buenas" no abandonó al zar Alejandro. Tras la victoria sobre Napoleón y el congreso de Viena, en el que se pudo resolver los problemas de la transmisión de la propiedad, llegó el tiempo, en opinión del zar, de ocuparse de lo más importante: empezar a construir Europa, "algo parecido a un mundo eterno". La mayoría de los políticos y estadistas, sin embargo, pensaban en la igualdad de fuerzas, y para ello estaban dispuestos a sacrificar en el tablero de ajedrez político algunos peones, es decir, los intereses de algunos estados pequeños. Añadiendo a esta vieja receta una especia muy fuerte, el zar ortodoxo puso el acento en la moral. A otros cocineros europeos esta idea les molestó mucho.

El mérito moral del zar consistía en que en aquel momento Rusia no estaba menos interesada que los demás en la creación de un mecanismo común europeo que garantizase la estabilidad en el continente, porque era ella quien controlaba de verdad la situación, al tener el ejército más poderoso.

Es curioso que el zar-moralista apoyó fervientemente al conocido utopista Saint Simon, al tener la misma confianza en que el cristianismo basado en la hermandad de las gentes ayudaría al fin a solucionar los problemas. Tanto el zar como el conde socialista se equivocaron. El motivo del fracaso fue el invencible, en aquel momento, obstáculo del diferente nivel del desarrollo político interno de los países europeos. El ministro de asuntos exteriores inglés, por ejemplo, recibió las siguientes instrucciones: "haga saber a los rusos que nosotros tenemos un parlamento y un público frente a los que somos responsables". Londres subrayó el máximo inconveniente para el proceso de unión de Europa: la autocracia sólo era responsable frente a su propia conciencia, el gobierno inglés lo era frente al parlamento y el pueblo. Dicho de otra manera: en su deseo de beneficiar a Europa Alejandro I se adelantó demasiado.

El actual intento de unir Europa no es menos difícil, aunque formalmente hayan sido eliminados todos los obstáculos: hay un parlamento en todos los países de la UE. La situación es peor en la economía real, la democracia real y la psicología. Todo iba bien en la vieja Europa hasta que los euroburócratas se permitieron a sí mismos lo inadmisible: también avanzaron demasiado, al tragar con glotonería un producto crudo a medio elaborar, los países del antiguo bloque del este y trozos de la URSS. Con todos sus virus, bacilos y hongos. En el Báltico, la falta de respeto a las minorías étnicas y su propensión al fascismo; en Polonia su secular honor nacional. Apenas ha ingresado en la UE y el noble polaco ya quiere dirigirla. No hay que olvidar que el imperio soviético era un imperio de un tipo especial, en el que el centro no solo no se alimentaba de sus colonias, sino que entregaba a estas colonias sus propias fuerzas y medios.

Ahora los nuevos de la UE están preparados para asfixiar con su abrazo a los países ricos de la Unión. Tanto que todos ellos, hasta una tal Letonia, que era el último rincón del mundo hasta que llegaron allí los rusos, tienen el mismo poder que los antiguos líderes eméritos. Y esto irrita incluso a la corrección política.

Así que los primeros en protestar han sido Francia (con el referéndum) y Gran Bretaña (con el presupuesto). Precisamente estos países han cuidado siempre por sus intereses en el continente más que ningún otro. Recordemos la tradicional independencia francesa, el gaullismo, que incluso ahora pone nerviosos a muchos, sobre todo al otro lado del océano. O la psicología insular de los ingleses que no desaparece ni en el siglo XXI. Para Londres, La Mancha es más que geografía. Sentados a su lado del canal, los ingleses sólo han jugado en el continente cuando les ha resultado conveniente. Los ingleses nunca han querido tomar sobre sus hombros la responsabilidad política ni financiera. Tenemos otro caso más: Alemania Occidental aún no ha podido digerir la Alemania del Este. Y todo parecía simple: 1 alemán + 1 alemán = 2 alemanes.

Si yo fuera francés no desearía bailar al son de cualquier euroburócrata holandés desconocido. Si fuera inglés comprendería al inglés que no quiere cargar con nuevos gorrones. Al fin y al cabo están en el brillante mundo de la igualdad de oportunidades.

En resumen, la Unión Europea no aprendió bien las reglas de la gramática (y la higiene) política, y por eso ahora, asfixiada como Trotski y su revolución mundial, pierde la consciencia. Dentro de algún tiempo, por supuesto, se levantará y seguirá adelante, pero todavía va a dar bandazos de un lado a otro durante mucho tiempo.

Como se ha visto hace poco en la cumbre de Washington, los euroburócratas no se quedarán huérfanos: el propio Bush les dio unas palmaditas en los hombros. La cuestión es hasta qué punto eso ayuda a una Europa que sueña con su independencia.

No digamos ya como el aforismo “Nec Caesar supra grammaticos”, “no es el césar más que los gramáticos”. A la Casa Blanca le resulta duro cuando su presidente confunde los nombres y los tiempos verbales..

En conclusión, sería más útil acercarse a una biblioteca.

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